Sucedió como había ocurrido en otras ocasiones, que los bichos me persiguieran.
Reales o imaginarios, sin necesidad del delirium tremens.
De niña, gané varios concursos cuando de lucir piquetes de mosco se trataba. ¿Cómo olvidar aquella ida a las presas a pescar?, y donde no hubo sitio de mi anatomía que respetaran esos minúsculos mosquitos llamados jejenes. El hombre elefante me quedaba corto para lo deforme que sentía todo mi cuerpecito.
Exagerada sí, pero la manera en que mi sangre resulta un suculento manjar para los insectos varios. Así, me picó un alacrán, maldito. Mientras dormía, solo salí de la cama de un brinco con un dolor agudo en el antebrazo. No lo dudé, era un alacrán y decidida a matarle revolví mis sábanas y sí, a un lado del colchón me miraba el responsable. Uno más a mi larga lista de bichos que me hirieron pero no vivieron para contarlo. Gracias a eso, tuve una reacción que no podía ni mantenerme en pie durante 3 días, su veneno me resultó lo suficientemente tóxico para mi sistema nervioso. Lo que no mata fortalece; y por lo visto me quieren convertir en la versión femenina de Wolverine.
Así, bichos varios, un buen día, me descubrí una hilera de ronchas. A lo que pensé, ¡ahora sí ya me pasaron las pulgas!. Pero conforme fueron pasando las horas y los días, concluí que eso se trataba de chinches.
Oh, porca miseria! Luego casualmente empiezo a ver las noticias sobre la epidemia de chinches en Nueva York, y yo rascándome conforme avanzaban las letras. Casi quemo el búnker.
Con ayuda de mi asistente y poco menos que envuelta en un traje de astronauta, tiré cuanta sábana y cojín se me atravesó. Lavamos hasta el último rincón. Si no iba a morir de chinches, iba a morir de exceso de limpieza.
Con mi bebé, le descubrí una ronchita y sentí que ya nos invadían los marcianos vueltos chinches. Hice la misma operación limpieza con sus minicunas.
El acompañante, que aunque lo niega estoy más que segura que da eventualmente cursos de meditación en el Tibet, me miraba pasar hecha una loca tirando todo, hirviendo toda las ropas, buscando sustancias exterminadoras, y manejando las zonas como quirófano.
Ni una mugre roncha le salió, y aunque me acompañó a colocar fundas especiales a los colchones, solo me miraba compasivamente preguntando si no había sido una colección de mosquitos y mi frenética imaginación había hecho lo demás.
Busqué durante días y noches a alguna chinche. Lo único que encontré fueron objetos perdidos desde hace tiempo, pero para mí que brincaban las malditas chinches de un lado a otro y siempre le atinaban a picotearme.
Menos mal, por fuerza del agua caliente y un insecticida, tuve que convencerme que no había más. Para ese entonces yo ya tenía un campamento en mi sala, mi hija al centro, de manera que nada pudiera tocar su espacio, salvo que brincaran como en competencia olímpica. Salto con garrocha a la cuna. Tuve que regresar a mis habitaciones resignada a morir si ese era mi destino.
Y por esa ocasión, me alegré sinceramente de no poder ir a NY, no en estos días.
Reales o imaginarios, sin necesidad del delirium tremens.
De niña, gané varios concursos cuando de lucir piquetes de mosco se trataba. ¿Cómo olvidar aquella ida a las presas a pescar?, y donde no hubo sitio de mi anatomía que respetaran esos minúsculos mosquitos llamados jejenes. El hombre elefante me quedaba corto para lo deforme que sentía todo mi cuerpecito.
Exagerada sí, pero la manera en que mi sangre resulta un suculento manjar para los insectos varios. Así, me picó un alacrán, maldito. Mientras dormía, solo salí de la cama de un brinco con un dolor agudo en el antebrazo. No lo dudé, era un alacrán y decidida a matarle revolví mis sábanas y sí, a un lado del colchón me miraba el responsable. Uno más a mi larga lista de bichos que me hirieron pero no vivieron para contarlo. Gracias a eso, tuve una reacción que no podía ni mantenerme en pie durante 3 días, su veneno me resultó lo suficientemente tóxico para mi sistema nervioso. Lo que no mata fortalece; y por lo visto me quieren convertir en la versión femenina de Wolverine.
Así, bichos varios, un buen día, me descubrí una hilera de ronchas. A lo que pensé, ¡ahora sí ya me pasaron las pulgas!. Pero conforme fueron pasando las horas y los días, concluí que eso se trataba de chinches.
Oh, porca miseria! Luego casualmente empiezo a ver las noticias sobre la epidemia de chinches en Nueva York, y yo rascándome conforme avanzaban las letras. Casi quemo el búnker.
Con ayuda de mi asistente y poco menos que envuelta en un traje de astronauta, tiré cuanta sábana y cojín se me atravesó. Lavamos hasta el último rincón. Si no iba a morir de chinches, iba a morir de exceso de limpieza.
Con mi bebé, le descubrí una ronchita y sentí que ya nos invadían los marcianos vueltos chinches. Hice la misma operación limpieza con sus minicunas.
El acompañante, que aunque lo niega estoy más que segura que da eventualmente cursos de meditación en el Tibet, me miraba pasar hecha una loca tirando todo, hirviendo toda las ropas, buscando sustancias exterminadoras, y manejando las zonas como quirófano.
Ni una mugre roncha le salió, y aunque me acompañó a colocar fundas especiales a los colchones, solo me miraba compasivamente preguntando si no había sido una colección de mosquitos y mi frenética imaginación había hecho lo demás.
Busqué durante días y noches a alguna chinche. Lo único que encontré fueron objetos perdidos desde hace tiempo, pero para mí que brincaban las malditas chinches de un lado a otro y siempre le atinaban a picotearme.
Menos mal, por fuerza del agua caliente y un insecticida, tuve que convencerme que no había más. Para ese entonces yo ya tenía un campamento en mi sala, mi hija al centro, de manera que nada pudiera tocar su espacio, salvo que brincaran como en competencia olímpica. Salto con garrocha a la cuna. Tuve que regresar a mis habitaciones resignada a morir si ese era mi destino.
Y por esa ocasión, me alegré sinceramente de no poder ir a NY, no en estos días.